Keony Rojas

Mi historia comenzó en la efervescencia de Caracas, en el barrio de La Concepción Palacios. Una infancia de mudanzas constantes me convirtió en una nómada, donde el único hogar permanente lo encontré entre las páginas de los libros y la arquitectura silente de la ciudad.
La estabilidad llegó a los nueve años, y con ella, dos faros que iluminarían mi existencia: el profesor Cedric y la profesora Megxary. Ellos vieron en mí lo que yo aún no podía ver. En un mundo que había conocido la dureza, su bondad fue un lenguaje nuevo y sanador que me enseñó a confiar. Fueron ellos quienes me abrieron las puertas al reino del arte.
Y fue allí donde encontré mi voz. El arte se convirtió en el lenguaje para lo que las palabras no alcanzaban. Puede parecer contradictorio, pero no lo es: para mí, la poesía nunca fueron solo palabras. Es el ritmo que late en el color, la métrica de una línea al dibujar, el silencio elocuente tras una canción. Es el sentir hecho forma.
Observar a la profesora Megxary dibujar encendió en mí una chispa. Practiqué con devoción, hasta que el dibujo se volvió una extensión de mi mano. Aunque con el tiempo superé su técnica, sus obras poseían una autenticidad que las mías, simples copias, anhelaban. Ella, sin saberlo, me estaba enseñando a buscar mi propia voz en el arte.
He amado y he sufrido desamores, y aún así, guardo el amor como la experiencia más maravillosa. Hoy, me defino por una sensibilidad a flor de piel, una empatía que me llevó a ser voluntaria en diversas actividades comunitarias, y una solidaridad inquebrantable. Mis tutores me enseñaron que el acto más puro es ayudar sin esperar recompensa.
El arte es, y será siempre, la parte más importante de mi vida. Es el puente entre mi mundo interior y el exterior, el lugar donde lo inexpresable finalmente se hace visible.

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